El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo

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El infinito en un junco. Irene Vallejo. Ediciones Siruela

Libro recomendado por Esteban Bérchez

Antes de hablar del libro que nos ocupa, vayan mis disculpas a los lectores de esta reseña por excederme en la extensión esperada —y demandada por el regidor del blog—, pero pocas veces un libro me ha resultado tan sugerente y sobre todo tan sugestivo y no sentiría la reseña completa si no reproduzco algunos fragmentos de la obra para mostrar el estilo de la autora y sobre todo para incitar al público a devorar el libro. Lo acabé hace semanas y todavía lo saboreo releyendo sus páginas, escarbando en las fuentes antiguas en las que se basa y haciendo acopio de los libros (y películas) que tan estimulantemente se citan.

No hay nada, en mi opinión, que perfile mejor nuestra vida —por lo menos de una forma poética— como las lecturas que han dejado su impronta en nosotros. He leído varios comentarios sobre este libro, que en sus pocos meses de vida ya ha recibido varios prestigiosos premios y se ha reeditado seis veces, que lo han descrito como “un viaje a la cuna del pensamiento y del conocimiento, a través de la historia de los libros. Una defensa del mundo clásico” o “un ensayo divulgativo”, y la autora se ha sentido reconocida con esas valoraciones, lo cual demuestra cuán diversas son las percepciones que tienen las personas de un mismo libro y todas, sin excepción, son válidas. Me permito entonces añadir mi propia etiqueta al libro —aunando las críticas de otros— y así de alguna forma imprimo mi particular percepción. Se trataría a mi entender de una “autobiografía libresca”, que no “literaria”, pues no se percibe como ficticia, sino entrelazada o trenzada —usando una metáfora recurrente en el libro— por innumerables lecturas de muy diferentes épocas, temas y autores que han marcado, influido o embelasado a la autora. La propia Irene Vallejo afirma en una entrevista que en absoluto ella es la protagonista del relato, sino todos aquellos que han participado en la historia del libro, anónimos o no. No obstante, no es esa mi percepción. Y pido disculpas otra vez por apoderarme como lector de una valoración —acaso errónea— del libro.

Ese “autobiografismo”, no obstante, no merma la enjundia, calidad e interés del libro, al contrario, aumenta su atractivo. Se trata, El infinito en un junco, de una profunda investigación realizada y pulida durante tres años sobre la historia del libro, dividida en dos extensos bloques, uno dedicado a Grecia y otro a Roma, pero con idas y venidas constantes a otras épocas. Sus páginas están plagadas de información, reflexiones, datos, pero quizá lo más llamativo sea la anécdota, elevada a una categoría etnográfica de primer orden. Pocas cosas muestran la esencia de una persona, una comunidad o una época como las anécdotas que entorno a ellas se cuentan y la autora lejos de desdeñarlas —como muchos investigadores hacen— las incluye en la trama de su argumentación, sin encorsetarse en rígidas convenciones literarias.

De normal cuando leo un libro, sobre todo si trata del Mundo Antiguo, lo subrayo y anoto para después extraer ideas que pueda emplear en mis clases o investigaciones. He hecho lo propio con este libro, pero sobre todo he subrayado párrafos, frases, expresiones que me han acariciado la vista, la mente y el oído (las he releído en voz alta para captar la sonoridad). Y es que, si algo tiene destacable Irene Vallejo y de lo que hace gala en todos sus libros es una sensibilidad especial y un lenguaje sedoso, metafórico y a la vez actual, para decir las cosas. Por ejemplo, cuando a mis alumnos les hablo de Alejandro Magno les nombro la megalomanía del conquistador macedonio que, entre otras cosas, fundó innumerables ciudades con su nombre. Pues bien, esto mismo lo explica Irene Vallejo con las siguientes palabras: “Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos (“Yo estuve aquí”. “Yo vencí aquí”). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo” (p. 30). Al hablar de Los persas, “la obra teatral conservada más antigua del mundo”, dice: “Siempre me ha fascinado que Esquilo, después de luchar contra los persas cara a cara, cuerpo a cuerpo y mirándoles a los ojos, después de ver morir a su hermano en combate, cerca de él, llevara al escenario la pena de sus enemigos derrotados. Sin burla, sin odio, sin generalizar culpas. Y así, entre el duelo, las cicatrices y el afán de comprender al extraño, empieza la historia conocida del teatro” (p. 179). Al comentar el cuidadoso y delicado arte de la encuadernación dice: “El cuerpo de los libros desarrolló un nuevo elemento anatómico al que hemos llamado ‘lomo’, como si nuestras lecturas fueran tranquilos animales de compañía. Desde entonces escribimos en esas dóciles espaldas el título de cada obra, y nuestra mirada puede viajar con rapidez a lo largo de los estantes de una biblioteca identificando por el lomo los ejemplares que en ella dormitan”(p. 320)… ¿se puede decir mejor? Y en cuanto a variedad de acertadas metáforas vaya su reflexión sobre los títulos de los libros: “Tras una larga travesía entre la indiferencia de los siglos, los títulos se han transformado en poemas mínimos; barómetros, mirillas, ojos de la cerradura, carteles luminosos, anuncios de neón; la clave musical que define la partitura venidera; un espejo de bolsillo, un umbral, un faro en la niebla, un presentimiento, el viento que hace girar las aspas” (p. 360). Podría transcribir muchísimas citas más de este tipo —hermosas, concisas, eficaces—, pero dejo que sea el lector el que las busque a lo largo de las más de cuatrocientas páginas de esta obra que, lejos de parecer extensa, se hace corta.

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